Ubuntu

En un pequeño pueblo de Zimbabue (Sudáfrica), rodeado por montañas y ríos que susurraban al viento, vivía una mujer llamada Clara. Desde que era niña, su madre le enseñó la importancia de los valores: la bondad, la honestidad y el amor hacia los demás. Clara creció con un corazón abierto y una mente curiosa, siempre dispuesta a escuchar y aprender. En su hogar, los conflictos se resolvían con diálogo, y la empatía era el idioma que se hablaba a diario.

De sus amigos bantúes aprendió a hablar zulú como una más de la comunidad y acudía entusiasmada a escuchar la sabiduría de los ancianos del lugar. De ellos aprendió lo que significaba “Ubuntu”, un conjunto de valores de origen africano que enfatizan la interconexión de los individuos con sus mundos sociales y físicos circundantes. "Ubuntu" a veces se traduce como "soy porque nosotros somos" o "humanidad hacia los demás".

Desmond Tutu decía que una persona con Ubuntu es abierta y disponible para los demás, se afirma a sí misma, no se siente amenazada porque otros sean capaces y buenos. Esta filosofía se basa en una adecuada seguridad en sí misma que proviene de saber que se pertenece a un todo mayor. Una persona con Ubuntu se ve disminuida cuando otros son humillados o torturados, cuando otros son oprimidos.

"Ubuntu", como filosofía política, fomenta la igualdad comunitaria y propaga la distribución de la riqueza. Las personas no están aisladas y, a través del apoyo mutuo, pueden completarse. Son un conjunto de valores y prácticas que las personas de África o de origen africano consideran que hacen de los individuos seres humanos auténticos. De estos principios, Clara aprendió que colaborar era más importante que competir, que la integración y la empatía nos vuelven mejores personas.

Su madre y la filosofía “Ubuntu” la marcaron para siempre.

A lo largo de su vida, Clara se enfrentó a desafíos que pusieron a prueba sus principios. A los diecinueve años, perdió a su padre en un accidente. El dolor fue intenso, pero aprendió a canalizar su tristeza en acciones bondadosas, convirtiéndose en una compañera de apoyo para sus amigos que padecían sus propias pérdidas. Decidió estudiar psicología, no solo para entenderse a sí misma, sino también para ayudar a otros a encontrar su camino.

Con el paso del tiempo, Clara se convirtió en una terapeuta apreciada en su comunidad. Sus pacientes conocían su capacidad para ver más allá de las palabras, adentrándose en las historias de vida de quienes llegaban a su consulta. Clara se dedicó a enseñar a las personas a conocerse a sí mismas, a valorar sus errores como oportunidades de aprendizaje. Para ella, cada cicatriz era un testimonio de superación.

A lo largo de las décadas, Clara se convirtió en un pilar de su comunidad. Organizó talleres, grupos de apoyo y actividades para fomentar la ayuda mutua. Su hogar siempre estaba abierto para quienes necesitaban un rincón acogedor, un consejo sabio o simplemente un abrazo. Sabía que la vida se construye en comunidad y que, al ayudar a otros, también encontraba su propósito.

Los años pasaron, y la vida de Clara fue un hermoso tejido de experiencias, aprendizajes y conexiones profundas. Sin embargo, como todo ciclo, el de Clara también llegó a su fin. A los ochenta años, se sintió desgastada, su cuerpo cansado, pero su mente clara. Sabía que había vivido plenamente, que había dejado un legado de amor y empatía, un hilo dorado que seguiría tejiendo en las vidas de aquellos a quienes había tocado.

En su último día, Clara reunió a sus seres queridos en su jardín, donde las flores que ella misma había sembrado florecían en una explosión de colores. Con una sonrisa serena, habló de su vida y de la importancia de seguir ayudando a los demás, de ser un faro de esperanza en momentos de oscuridad. Les agradeció por ser parte de su viaje, por compartir risa y lágrimas. Su voz, aunque débil, rebosaba de gratitud.

Valores Ubuntu

Cuando llegó el momento de despedirse, Clara lo hizo con dignidad. Cerró los ojos y se entregó a la tranquilidad, sintiendo que no había nada que temer. Su conciencia estaba limpia, su corazón lleno.

En su partida, dejó un vacío, pero también un legado imborrable: la certeza de que cada paso que había dado había valido la pena, porque en cada uno de ellos había sembrado semillas de amor y compasión que seguirían floreciendo en los corazones de los que se quedaron.

Así, Clara dejó este mundo como vivió, en paz, rodeada del amor que supo cultivar a lo largo de su vida. Su historia vivirá en cada persona que tocó, en cada sonrisa que ayudó a brotar, recordándonos a todos que los principios y valores bien sembrados pueden cambiar vidas, y que la verdadera riqueza de la vida no está en las posesiones materiales, sino en el amor que damos y recibimos.

Jaime Tino Pouso

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