Sendero Tenebroso - Terror en Serra dos Ancares
Diego, un joven de 19 años, había heredado de su padre la afición por la micología. Habitualmente se aventuraba solo en los montes burgaleses de Castilla, área que conocía a fondo, en busca de hongos comestibles. Entre sus variedades preferidas se encontraban los “Boletus edulis”, níscalos y cogumelos.
Se encontraba de vacaciones en Lugo, en una casa rural prestada por un familiar de su amigo Juan. La vivienda estaba situada en los límites de la “Serra dos Ancares”, un hermoso lugar de terrenos abruptos y considerable aislamiento.
Después de una frugal comida, decidieron salir en busca de setas. Aparcaron el coche cerca de la carretera y se adentraron en el bosque, ilusionados. Aunque el sol estaba debilitado por las nubes, iluminaba tenuemente el sendero, mientras una de las habituales brumas comenzaba a descender sobre ellos, como un manto de misterio.
Apenas llevaban veinte minutos caminando monte arriba cuando se toparon con un lugareño. Era un hombre de aspecto anciano, con arrugas tan profundas como surcos en la tierra, que los saludó con un leve movimiento de cabeza. Al preguntarles a dónde se dirigían, su mirada se tornó sombría.
—Yo que ustedes tomaría otra dirección, no tomen ese sendero —advirtió, su voz temblorosa casi se evaporó en el viento.
Ambos jóvenes intercambiaron miradas, sintiendo un escalofrío recorrer sus cuerpos. Diego, intentando restar importancia a la advertencia, dijo en tono bromista:
—Vamos, Juan, es solo un viejo supersticioso. Aquí no hay nada que temer.
El hombre, con un gesto que parecía casi desesperado, continuó hablando en susurros.
—En este lugar ocurren fenómenos inusuales… sería mejor evitarlo.
Al percatarse de que su advertencia no era tenida en cuenta, sugirió:
—Por favor, regresen antes del anochecer, se lo ruego.
Para calmar al extraño, Juan asintió con una sonrisa nerviosa, prometiendo que volverían antes de oscurecer. Sin embargo, la advertencia, aunque les parecía una locura, se aferró a sus mentes como la neblina al bosque.
Cuando continuaron su camino por el sinuoso sendero, Diego se jactó de la advertencia.
—Solo son supersticiones. Todavía hoy, algunas personas en Galicia creen en la “Santa Compaña”, una comitiva de almas en pena vestidas con sudarios y capuchas negras…
—Vale, vale, no sigas —interrumpió Juan, asustado—. Lo que me preocupa es que este lugar me da mala espina. ¿No te parece extraño?
—Siempre has sido sensible, Juan. Quizás deberías dejar de ver sombras donde no las hay.
Los jóvenes siguieron hasta que pronto encontraron una zona donde hallaron unos boletus de gran tamaño, resplandeciendo con los colores de la tierra. La emoción de la recolección disipó las dudas, perdiendo la noción del tiempo mientras la tarde se desvanecía.
Cuando la oscuridad empezó a invadir el bosque, Juan se detuvo.
—¿No deberíamos regresar?
—¿Ya quieres que nos vayamos? —preguntó Diego, aturdido por la abundancia de setas que llenaban su cesta.
—Casi no se ve, y tenemos la cesta llena. Volvamos.
Diego miró a su amigo. Los últimos rayos de luz se desvanecían detrás de las colinas.
—Está bien. Pero… ¿por dónde?
Se dieron cuenta de que, en su búsqueda, se habían adentrado demasiado en el bosque y la niebla ahora se había intensificado, oscureciendo el camino. La realidad se impuso: se habían perdido.
—Antes subimos, así que bajemos —sugirió Diego, intentando sonar seguro a pesar del creciente temor que empezaba a anidar en su pecho.
Comenzaron a caminar en dirección descendente, pero la visibilidad era escasa, y pronto se dieron cuenta de que, en la penumbra, el bosque parecía haber cobrado vida. El crujir de las ramas se transformó en ecos tenebrosos y sombras danzantes.
—Diego, estoy empezando a asustarme —murmuró Juan, deteniéndose de repente.
Diego sintió un escalofrío recorrer su espalda. La niebla se espesaba, envolviendo los árboles en un abrazo helado; y fue entonces cuando oyeron un susurro, suave y escalofriante, que parecía provenir de la profundidad del bosque.
—¡Venid! —decía la voz, como un eco lejano que parecía jugar con ellos.
En lugar de prestar atención, aceleraron el paso, motivados por el temor. Al poco, una figura emergió de entre la niebla, al principio indistinta, pero rápidamente se volvió más clara.
Era un grupo de personas, con rostros pálidos y fantasmagóricos, de ojos profundos, que los observaban con una creciente intensidad.
Sin tener certeza de si estaban soñando o si realmente eran humanos, Juan y Diego se quedaron paralizados. Las figuras parecían estar en un estado de trance, como si no fueran de este mundo. La voz que antes había susurrado ahora se hacía más fuerte, envolviendo a los dos amigos en un aura de misterio y terror.
—¿Quiénes son? —preguntó Juan, apenas logrando articular las palabras, mientras la ansiedad le invadía.
—No lo sé —contestó Diego, con voz temblorosa.
Pero antes de que pudieran retroceder, una de las siniestras figuras dio un paso adelante. Era una mujer, de cabello largo y lacio que caía como una cascada sobre sus hombros. Tenía una expresión maligna en su rostro; mientras se aproximaba a ellos, parecía deslizarse más que caminar.

—Buscamos a los perdidos —dijo la mujer con una voz lúgubre que resonó en el aire.
Sus ojos, oscuros y profundos, se fijaron en Diego y pareció ver a través de él.
—¿Vienen a unirse a nosotros?
Diego y Juan se miraron. El terror en sus rostros evidenció la lucha interna entre la curiosidad y el miedo. La niebla se espesaba aún más, como si las figuras estuvieran alimentándose de la desconfianza que empezaba a florecer en ellos.
—¿Unirse a ustedes? —replicó Diego, tratando de sonar firme—. No, queremos irnos.
La mujer expresó con una voz susurrante de ultratumba y una sonrisa macabra, que más bien parecía un gesto de compasión:
—La niebla siempre llama a los perdidos. Una vez que entras, es difícil salir.
Juan sintió que la adrenalina corría por sus venas. Su instinto de supervivencia gritaba que debían correr, pero la figura de la mujer los mantenía atados a la tierra. Los demás la observaban en silencio, sus miradas vacías reflejaban ansiedad, como si estuviesen esperando el momento de actuar. Juan y Diego contemplaban sombras danzantes que parecían querer devorarlos. Mientras la oscuridad se cernía a su alrededor, ambos perdieron el sentido.
Cuando despertaron, se encontraron en una oscura cueva, sujetos con una gruesa cuerda a una argolla metálica. Al girar la cabeza, contemplaron horrorizados, junto a ellos, a unas personas que parecían esqueletos agonizantes. Les estaban extrayendo la poca sangre que les quedaba en sus venas mediante una vía intravenosa colocada en su brazo y desde la que vertía el plasma a una bolsa grande de plástico hermética.
En ese momento, uno de los macabros personajes bebió ansiosamente parte de la sangre, mientras el famélico donante emitía un último suspiro de vida. La pobre víctima acababa de fallecer exhausto, sin una gota de sangre en su cuerpo.
—Mañana por la noche ocuparéis su lugar —dijo con los labios manchados por la sangre—, ahora, descansad.
Cuando salió de la estancia, Diego dijo:
—Estamos en manos de unos locos, se alimentan de sangre como si fueran vampiros. Debemos escapar de aquí o moriremos.
—Sí, pero ¿cómo? Estamos atados.
—Esta gente parece dormir de día, y falta poco para el amanecer, entonces aprovecharemos para escapar.
—No podremos —dijo Juan, visiblemente angustiado.
Pasado un tiempo, Diego miró el reloj y, al comprobar que ya debía haber amanecido, con dificultad extrajo una navaja multiusos suiza de su cintura y, con ella, consiguieron liberarse.
Con extremada precaución para no hacer ruido, abrieron la puerta. Al entrar en la sala contigua, el corazón les latía desbocado ante el macabro espectáculo: tumbados sobre sendos féretros en la oscuridad, se hallaban los cuerpos aletargados de esos extraños y diabólicos seres.
Quisieron correr, pero no podían; debían extremar las precauciones, yendo despacio y poniendo los cinco sentidos para no hacer el mínimo ruido y despertarlos. Lentamente salieron y huyeron como almas que lleva el diablo, monte abajo, sin atreverse a mirar atrás.
Minutos más tarde, cuando bajaban a la máxima velocidad que les permitían sus piernas, con cuidado de no caerse, salieron del sendero. La niebla se disipó, revelando un claro que parecía sacado de un sueño. Al frente, un río serpenteante reflejaba la luz del sol naciente.
Entonces miraron hacia atrás y, a lo lejos, vieron la silueta del anciano que les había advertido y al que no hicieron caso.
Cuando, extenuados, llegaron a la aldea, comentaron lo sucedido, pero la gente los miraba en silencio, como si ya supiesen lo que sucedía en el lugar y hubiesen aprendido a convivir con ello.
En la ciudad, lo denunciaron a la policía, pero, incrédulos, los miraban con sorna y, aunque se desplazaron a la zona, no hallaron nada. Los lugareños callaron, y pronto la historia se borró de la memoria, pasando a formar parte de la leyenda.
Diego y Juan trataron de engañarse pensando que habían sufrido un mal sueño, una pesadilla. Sin embargo, juraron que, a pesar de la belleza del lugar y la abundancia de setas encontradas, jamás volverían a pisar ni el sendero ni la “Serra dos Ancares”.
Jaime Tino Pouso
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