Mala Praxis

José Luís, un hombre de 45 años con buena condición física e intelectual, se encontraba en un estado de salud comprometido. Había contraído un resfriado persistente que intentó tratar sin éxito mediante la automedicación con paracetamol.

Transcurridos unos días, su condición empeoró debido a la aparición de faringitis, por lo que decidió consultar a su médico de cabecera. Este, al constatar la ausencia de fiebre, le recomendó continuar con antiinflamatorios unos cuantos días.

En la noche del cuarto día, José Luís, sintió que el dolor se tornaba insoportable cuando tragaba saliva, comparable a la sensación de tener cuchillas en su garganta. Había pasado dos largas noches sin poder dormir. A las cuatro de la mañana, incapaz de soportar más el dolor, se levantó de la cama y decidió acudir a los servicios de urgencias del centro de salud más cercano.

Al llegar, llamó al timbre y fue recibido por una enfermera que registró sus datos antes de avisar al médico. Este salió de un cuarto adjunto mirándole con cara de pocos amigos, visiblemente molesto por la interrupción de su sueño. Procedió a realizar varias preguntas en tono hosco, mientras le tomaba la presión arterial, la temperatura y examinaba superficialmente su garganta, conteniendo la respiración por precaución ante un posible contagio.

Después del análisis, visiblemente irritado, le recriminó toscamente por no haber esperado al día siguiente para ver a su médico de cabecera en vez de acudir a urgencias. Sin más, le despachó con la recomendación de tomar Ibuprofeno. José Luis insistió en que el dolor era muy fuerte y que si había ido a urgencias a las cuatro de la mañana era por necesidad, no por gusto. El médico, molesto, lo ignoró y con un gesto de claro desdén se dirigió al cuarto adjunto de enfermería, dando por concluida la visita.

José Luís, indignado, expresó su desacuerdo en voz suficientemente alta para que el médico le escuchara manifestando sus quejas sobre la falta de empatía y profesionalidad del médico y luego salió del ambulatorio. Como continuaba experimentando fuertes molestias, decidió ir directamente al hospital, ya que no podía esperar hasta el día siguiente para aliviar su malestar.

Cuando llegó y fue atendido, la situación fue diametralmente opuesta. El profesional que lo recibió le atendió con una sonrisa cálida y un gesto amable, le escuchó atentamente y luego comentó: “Entiendo cómo te sientes, no te preocupes, estamos aquí para ayudarte”. Sus afables palabras y buena actitud lograron que José Luís se sintiera confiado y consiguiera tranquilizarse.

Tras realizarle un cuidadoso examen el galeno pidió una radiografía de tórax, y al revisarla confirmó su diagnosticó; Tenía un principio de bronquitis con inflamación de garganta. En consecuencia, le prescribió antibiótico, y le suministró corticoide e inhalaciones, con lo que su alivio fue inmediato.

No solo recibió un diagnóstico y tratamiento eficaz, sino también un apoyo emocional que le permitió afrontar mejor su situación. José Luís, se deshizo en elogios manifestando su profundo agradecimiento por la calidad humana y profesionalidad del médico y personal que le atendió.

Al salir, reflexionó sobre la importancia de la empatía y la amabilidad, especialmente cuando una persona está en una situación de vulnerabilidad. Al recordar su visita anterior al ambulatorio, le resultaba difícil comprender cómo todavía hay personal sanitario que no lo percibe. Además de considerar que se trataba de un caso de mala praxis, se preguntaba si les enseñaron en la universidad de medicina la manera adecuada de atender a un paciente.

En resumen, este relato querido lector, nos recuerda que en momentos en que interactuamos con médicos, funcionarios o cualquier persona que atienda en un servicio público o privado, la amabilidad, la empatía y una sonrisa no solo mejoran la experiencia, sino que también fortalecen las relaciones humanas. Una sonrisa puede aliviar tensiones, una actitud empática puede brindar consuelo y una acción amable puede transformar un día difícil en uno lleno de esperanza.

En nuestras vidas, no subestimemos el poder de un acto sencillo. Practiquemos la empatía y la amabilidad, y recordemos que, muchas veces, la diferencia entre un día gris y uno brillante está en la calidez con la que nos tratamos unos a otros.

Si ocupas un puesto de responsabilidad, anima a tus colaboradores a ser amables y sonreír. Si no es el caso, puedes practicarlo con tus familiares y conocidos.

Recuerda:” Una acción, provoca una reacción”.

Existe un sabio proverbio que dice: “Quien no sepa sonreír, que no abra un negocio”.

Jaime Tino Pouso


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