Karma
Desde el momento en que Shamesh tuvo uso de razón, comprendió que su vida no sería fácil. Maldecía su mala suerte por haber nacido en uno de los rincones más olvidados de la India, siendo parte de los intocables, los dalits, un grupo marginado en la base de una sociedad que lo despreciaba. Era como si lo hubieran juzgado y condenado a un sufrimiento interminable, atrapado en un martirio del cual parecía imposible escapar.
Cada día enfrentaba maltrato y desprecio, pero en lugar de dejarse vencer por la rabia, elegía sonreír y enfrentar su destino con valentía. A pesar de las lágrimas que caían por las injusticias sufridas, Shamesh se levantaba una y otra vez, encontrando en su interior una fuerza sorprendente. Su corazón generoso, su entusiasmo y su determinación eran su escudo, y estaba decidido a aprovechar la inteligencia que el universo le había otorgado.
Acostumbrado a las penurias y al sufrimiento desde su niñez, se esforzó en aprender, aprovechando cada oportunidad que su talento, simpatía y su notable físico le ofrecían. Con el tiempo y una tenacidad inquebrantable, logró destacar entre la multitud, consiguiendo fama y riqueza. Pero, a pesar de su asombroso ascenso, nunca olvidó sus humildes orígenes. Se dedicó a ayudar a quienes, como él, se encontraban atrapados en la desesperación, luchando por brindarles una luz de esperanza.
Tras una vida dedicada al bien común, rodeado de personas que le querían y admiraban sinceramente, Shamesh llegó al final de su camino con paz en el corazón. Cuando la muerte le encontró, se vio envuelto en una luz brillante y cálida, y fue recibido con amor y felicitaciones por sus buenas acciones. Sin duda, estaba en el paraíso.

Mientras tanto, en otro lejano lugar, en pleno corazón de la vieja Europa, en la zona más próspera de Múnich, Alemania, y en el seno de una familia de rancio abolengo, rica y poderosa, vino al mundo Maximilian. Criado entre lujos y excesos, creció creyéndose superior a los demás, mirando a quienes le rodeaban con desdén. Rubio, alto, de ojos azules y fríos como el acero, nazi convencido, racista recalcitrante, arrogante, duro y cruel hasta la náusea, llegó a convertirse en un símbolo del odio y la opresión. Todos los que se situaban fuera de su círculo íntimo le odiaban, aunque procuraban disimular y ceder a sus deseos para evitar las consecuencias de su poder si le contrariaban.
Ascendió meteóricamente en las filas de las SS por representar el prototipo ideal hitleriano. Ocupó temporalmente el mando de SS-Obergruppenführer en el campo de concentración de Auschwitz. Allí no tuvo piedad ni alma, ensañándose con los judíos a los que consideraba subhumanos, hasta que, en diciembre de 1941, fue destinado al cargo de una de las unidades de Einsatzgruppen –escuadrones de la muerte– que fueron desplegadas detrás de las líneas para llevar a cabo asesinatos masivos, llevando consigo una sombra de terror.
El gélido invierno, las heladas y el avance implacable del ejército ruso se encargaron de hacerle pagar su falta de humanidad. Gravemente herido, con hambre, sin la ropa de abrigo adecuada, asediado sin posibilidad de escape y previendo la terrible venganza rusa, lo llevaron a tomar una decisión fatal. Sacó titubeante su arma corta reglamentaria de la funda, una pistola Walther P38, y sin pensárselo dos veces, se descerrajó un tiro en la sien que puso fin a su vida, cayendo inerte como un fardo en el barro helado del camino. Se convirtió en una víctima de su propia brutalidad. Su cadáver fue aplastado a propósito por las cadenas de un tanque T-34 ruso al ser divisado por el conductor el odiado uniforme de las SS.
Al abrir los ojos tuvo la certeza de que estaba muerto, no había duda posible. Le vino a la mente el frío contacto del cañón de su pistola antes del disparo. No sentía dolor alguno.
¿Pero entonces dónde se encontraba y qué demonios hacía allí? Abrumado, observó que se encontraba en medio de un oscuro túnel, y a lo lejos podía observar una luz brillante y tranquilizadora. Quiso ir hacia ella, pero no pudo; sus extremidades no le obedecieron. Entonces escuchó la voz. Girándose, comprobó que no había nadie a su alrededor, pero la sintió claramente dentro de su cabeza. Se estremeció aterrorizado.
—Qué desperdicio, has pasado por la vida sembrando odio, muerte y calamidades. A pesar de que tenías todas las circunstancias a favor, no has aprendido ni evolucionado. Has sido un racista recalcitrante, soberbio, engreído y mala persona, pero te concederemos otra oportunidad. Volverás a la vida, pero esta vez será diferente: te reencarnarás en una persona india, mestiza, con un cuerpo débil, enfermizo y en una situación de pobreza absoluta. Quizás el sufrimiento haga despertar en ti la sensibilidad y el amor de que carecías.
Angustiado y aterrado, sintió cómo todo su cuerpo temblaba. Pensó que iba a convertirse en lo que tanto había despreciado, y súbitamente perdió su soberbia y su orgullo. Quiso replicar suplicante para pedir clemencia, pero las palabras no lograron salir de su garganta.
La voz continuó:
—Quizás así aprendas algo. Solo las buenas personas pueden atravesar este túnel y encontrar la felicidad.
Lo que sigue es otra historia.
Y así, querido lector, la historia de estos dos hombres se entrelaza en un destino que nos invita a reflexionar. ¿Qué camino elegirás tú? ¿Optarás por el bien sobre el mal? Trabajemos juntos por un mundo mejor, donde la empatía y el amor sean la norma, y donde cada uno de nosotros tenga la oportunidad de brillar.
Jaime Tino Pouso

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